Monday, March 21, 2011

El PODER DE LA AUTOSUGESTIÓN
por
Eugenio (más o menos)

A pesar de la disparidad entre nuestras edades y su deterioro, encontraba en mi tía Josefina una sensibilidad ausente en los otros miembros de la familia. Dependía de un sin fin de píldoras para sus achaques, algunos de ellos imaginarios. Tenía días más lúcidos que otros y en esos momentos su compañía era como una visita al museo. Ella era mi último vínculo con los recuerdos de la niñez, y con aquella generación ya desaparecida que cultivaba el arte de la conversación.
Una tarde la encontré más sosegada que de costumbre, sentada en su pequeño apartamento sobrecargado de antiguallas, fotografías borrosas y reliquias enclaustradas en cristal. Después del café, durante la sobremesa del almuerzo, comenzamos una conversación de genuina intimidad. Yo evocaba las imágenes vagas y amables que guardaba de abuela aunque ya no distinguía hasta dónde llegaban mis propios recuerdos o hasta qué punto se adulteraban con las anécdotas que había oído sobre ella, cuando noté un titubeo en Tía. La expresión en su cara no obedecía al momento. Con voz susurrante me anunció una confesión que a nadie más había revelado, según ella.
-Hablo con ella -me dijo con la mirada puesta en la mía- hablo con tu abuela.
Pensé que ahora tendría que escuchar uno de sus prolongados relatos tan minuciosos en detalles. Pero no había sido un sueño, me aseguraba, un poco molesta por mi incredulidad.
Me contó que una noche, recién acostada, creyó oír el timbre del teléfono. De inicio no supo si aquel sonido era real o motivado por su somnolencia. Debido a la insistencia de los timbrazos decidió atender la llamada. Del otro lado escuchó un inconfundible: "Josi, soy yo".
-Quise colgar, Carlitos, ¡fue tanto el horror que sentí . . . ! Pero la dulzura en la voz de mi madre . . .
Desde esa noche, y durante varias semanas, habían establecido aquella comunicación telefónica, todos los lunes a las diez de la noche.
La miré detenidamente. ¿Eran los primeros síntomas de una demencia senil? Después de todo había herencia: su hermana menor, la tía que nunca conocí, había muerto en el siquiátrico de Mazorra, secreto de familia que supe por Mamá, y su tía abuela, una anciana altísima llamada Blanca, deambulaba en camisones y zapatos de tenis por la casona en su pueblo de Alquízar echando pestes contra los frijoles negros y balbuceando algo sobre los "diablillos". Pero todo en ella aquella noche reflejaba cordura, aunque, por supuesto, sería irrisorio siquiera considerar tales chácharas con el más allá. De todas formas accedí a su invitación para presenciar la próxima conversación, aunque no sin cierta reserva (confieso que me sentí tentado a inventar excusas para deshacerme de aquel compromiso). Quería demostrarle, y también a mí mismo, el poder de la autosugestión.
Esa noche la encontré muy arreglada, como si fuera de misa: lucía su maquillaje anacrónico de polvos pálidos y cejas acentuadas, el pelo canoso recogido hacia atrás en moño redondo, blusa de hilo blanco bordada, sin otra prenda que un prendedor de plata en forma de escarabajo, la falda sería oscura y sus zapatos negros de rigor.
Conversamos un rato, sin mencionar el motivo de mi visita. Pensé que había olvidado todo aquel absurdo, y decidí levantarme de su sofá herniado dándole a entender que me marchaba, cuando me interrumpió.
-Pero ¿no habías venido a esperar la llamada?
Me senté otra vez, agrietando una sonrisa y sin saber qué decir.
-Está al llamar; no te impacientes.
Buscaba inútilmente una posición cómoda en el sofá, mientras trataba de decir algo para cortar un silencio que se hacía cada vez más asfixiante. Un sudor indiscreto comenzó a trasparentarme la camisa; las manos se me aguaban como en la escuela a la hora del examen; la sala la sentía más chica. ¿Por qué no hablaba, no decía algo?
-Tía...
Entonces sonó el timbre del teléfono, tan alto y estridente en aquella salita que quise taparme los oídos, pero no me atrevía. Ella se mantenía impasible en su butaca, sin dar muestras de oír. Comenzaba yo a dudar de mis oídos, de toda aquella realidad que no era tal, cuando vi su mano huesuda y pecosa bajo la luz amarilla de la lámpara de flecos alzar el auricular.
-Sí...? Has llamado un poco más tarde hoy, pero te tengo una sorpresa. No, no... es alguien que quisiste mucho, y que quiere oír tu voz.
Entonces me alcanzó el teléfono, con sonrisa de dientes manchados por la pintura de labios. Sentí terror, quise decirle que no, que no era necesario, que no podía, que no quería, que por favor no... Salí corriendo, tropecé con el butacón, forcejé con la manija de la puerta. Eché a correr por el pasillo hasta la escalera, sin esperar por el ascensor. Detrás oía su voz: "Carlito... Carlito..."
Al día siguiente fuí a la oficina como de costumbre, aunque apenas había dormido la noche anterior; pero consideré que era mejor pasar las horas en el trajín diario, antes de quedarme horas en casa pensando en lo ocurrido. Me sentía tan apenado. No sabía cómo salir de aquel embrollo. Después del trabajo comí en mi restaurante preferido y más tarde fui al cine, algo que no acostumbro entre semana.
De regreso, y estando bajo la ducha, me pareció oír un timbre. ¿Sería el teléfono del vecino? Pero no, sonaba más cerca y más cerca, en mi sala. Seguía sonando. ¿Quién podría estar llamando a esta hora? No contestaría, no tenía por qué hacerlo, ya era muy tarde. Pero por favor, será posible . . . Descolgué, y escuché sin decir palabra. Nadie hablaba. Estaba a punto de colgar cuando oí: "¿Carlito...?" Era la voz de Tía. Se disculpaba por llamarme a esa hora. Había tratado de comunicarse conmigo durante toda la noche porque estaba preocupada: Ella la había reprendido por su imprudencia.
-Tiene razón, a tu edad no deben cruzarse aún esos límites. No hablemos más del tema. ¿De acuerdo? Perdona a tu tía, una anciana extravagante, como todos los Fonsecas. Ya tú tendrás tus extravagancias cuando llegues a mi edad.
No sé si continuaron aquellas conversaciones; nunca más abordamos el tema y poco después yo y más tarde el resto de la familia nos fuimos desencantados con la Revolución. Ella no; nunca quiso salir, a pesar de su aislamiento (me la imagino mirando por entre las persianas, desde su tercer piso, aquel mundo tan cambiado allá en la calle). La última vez que oí su voz en una llamada de larga distancia decía que no nos preocupáramos, que ella estaba bien a pesar de las escaseces, que ya ni siquiera tomaba medicinas.
Mi madre sintió pesar de que su hermana muriera sola, y por eso le conté, en aquellos días cuando se recibían sólo malas noticias de la Isla, sobre lo que me había pasado con Tía y como ella había estado acompañada aunque fuera en su imaginación. Pensé que sería un consuelo para Mamá. Pero no.
--Espero que algún día el Señor te ilumine y te dé fe -me dijo, no sin algo de reproche en la voz--. Me horroriza pensar que te dejo en este mundo a enfrentar tu vejez tan vacío, tan incrédulo.
Ahora ya entrado en esa etapa final de la vejez, mi madre ya en un geriátrico incongruente, me gustaría tanto hablar con Tía por teléfono.
-Carlito, ¿sabes quién te habla, mi vida...?
-Sí, Tía, tú no sabes lo que he esperado tu llamada... Perdona, es que estoy un poco emocionado. Tía, perdóname por lo de aquella noche.

FIN