Un domingo en la
biblioteca
Por Eugenio Rodríguez
Lo tomaron de la foto, le dijeron que su muerte vendría, o le había
sobrevenido, dos años más tarde, en 1978. Así sin más, lo decía la revista de
arte de los tiempos. Pensaron que aquel
hombre con porte de artista de experiencias fuertes, fuera de época --una mano
se adivinaba más allá de su espacio en la
foto--, no tomaría la noticia sino con una carcajada retumbante de
galería. Sucedió lo contrario. Lo más opuesto del mundo. Le cayó un desánimo,
una flojera, como que las costuras del cuerpo ya no lo sostenían. Era de verse:
palpitaciones, fatiga, palmadas en los cachetes, alcohol en las narices. Si no
hubieran acudido pronto a desmentirle la verdad, a la carrera decirle que todo
había sido una broma, hombre, que no se preocupara --la cara le hacía pucheros--,
que cómo era posible que creyera en fechas de muerte. Así, poco a poco, con
estas razones fue cobrando color, la camisa se le infló de nuevo, la mirada
recuperó su perspectiva, el ángulo del mentón se hincó en los aires,
reaparecieron los rabos en las comisuras de los labios y sin mayor esfuerzo,
como el que se pone su chaqueta de pana verde botella, se reincorporó a la pose
exacta de la foto, donde aparece en la revista de la época, al lado de uno de
sus cuadros neoexpresionistas.